En los últimos 20 años, la vida me privilegió con la oportunidad de trabajar al lado de don Belisario Betancur.
Por Víctor Malagón Basto*
Hijo de padres campesinos de una bella zona rural del noroeste de Colombia, quien cursara sus primeros estudios humanísticos en el seminario de Yarumal, del que, gracias a su precocidad y espíritu crítico, fuera expulsado por el entonces rector, don Aníbal Muñoz Duque –merece un capítulo especial el muy posterior encuentro del Presidente de la República con el señor Cardenal Arzobispo de Bogotá-.
Doctor en Derecho de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, Doctor honoris causa en humanidades en las universidades Georgetown y Colorado, en Economía de la Universidad Autónoma de Manizales, en Ciencias Sociales de la Universidad Politécnica de Valencia y en Derecho en la Universidad de Trujillo. Diputado, Senador, Ministro, Embajador, Presidente de Colombia entre 1982 y 1986, gran impulsor de la paz de Colombia y de Centroamérica, promotor de la educación a distancia y la enseñanza desescolarizada y generador de una amplia apertura de las relaciones internacionales de Colombia, entre otros innumerables aportes a la historia reciente de nuestra nación.
Miembro destacadísimo de las academias Colombiana de Jurisprudencia, Historia y de la Lengua Española; miembro del Patronato de la Fundación Carolina de España y presidente de la misma en Colombia; presidente de la Fundación Santillana para Iberoamérica; presidente de la Comisión de la Verdad, en el proceso de paz de El Salvador; presidente de la Misión de IDEA para apoyar al proceso de paz de Guatemala.
Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional; premio Gabarrón de Valladolid; premio Eulalio Ferrer a una vida en la Universidad Menéndez Pelayo; miembro de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales en Roma; miembro del Círculo de Montevideo; miembro del Centro Jimmy Carter; miembro del Club de Madrid; condecorado con la Gran Cruz de Isabel La Católica, la Orden de Carlos III, el Gran Águila Azteca de México, la Legión de Honor de Francia y otras de varios países latinoamericanos.
Todos estos logros y reconocimientos son, apenas, una pequeña muestra de los grandes aportes que Belisario Betancur hizo a Colombia y a la humanidad.
Pero además de estas merecidas y reconocidas exaltaciones públicas, hay unas exaltaciones más silenciosas, más calladas, más íntimas, aquellas que corresponden solo a quien ha logrado la grandeza más allá del éxito, las exaltaciones al ser humano, al líder de servicio, al hombre que, con su testimonio de vida y de palabra, no solo transformó las realidades sociales y colectivas, sino que también con su amabilidad, afecto y cercanía, influyó en seres humanos concretos, en proyectos de vida específicos, en aspiraciones individuales de personas que tuvimos la suerte de cruzarnos en su camino generoso y bienintencionado, en el que dejó siempre en nosotros huellas indelebles de verdad y de bondad.
Aún recuerdo aquella cena, en 2001, en el Casino de Madrid con algunos de los patronos de la Fundación Carolina oyendo las historias maravillosas sobre su infancia, sobre su carrera política, su defensa de la democracia en Colombia en la época de la dictadura, su destacada gestión como joven ministro, su vida consagrada como periodista, escritor y librero, su época como Embajador en España, sus distintas campañas presidenciales, su gestión como Presidente de la República, pero también su prolija vida como expresidente.
Recuerdo también aquel día de 2003 en el que me invitó a regresar a Colombia para asumir como Secretario General de la Fundación Carolina en nuestro país, espacio desde el cual hemos logrado beneficiar a cerca de 20.000 latinoamericanos con la más remuneradora de todas las inversiones, la inversión en educación.
Recuerdo ese día de noviembre de 2005 en el que delegó en mí su voz y su palabra en el evento que conmemoraba los 10 años del asesinato del gran Álvaro Gómez Hurtado. Recuerdo ese día de diciembre de 2009 cuando con enorme generosidad fue el anfitrión y promotor de la presentación de uno de mis libros sobre Ética Empresarial, el último evento realizado en la entrañable casa de la Fundación Santillana en Bogotá.
Recuerdo aquellos días en que, decididamente me brindó su apoyo en las iniciativas vinculadas al Premio Compartir al Maestro, al Premio Santillana de experiencias educativas, al premio a la excelencia de instituciones educativas, el premio Amway de periodismo ambiental, así como a las iniciativas de Responsabilidad Social Empresarial de la ANDI, entre muchísimas otras.
Recuerdo incluso cuando me invitó a iniciar una aventura empresarial con una firma privada de origen sueco, que afrontamos con gran entusiasmo para seguir creando valor en la sociedad con un estilo humanista, aunque al final de cuentas resultáramos lastimados los dos. Recuerdo cuando me invitó a acompañarlo como parte del Consejo Directivo del instituto de estudios sociales que él mismo fundó en honor a Juan Pablo II, y cuando me honró con su invitación a acompañarlo en la Comisión Mutis para promover la obra de ilustre botánico gaditano quien, como él, ostenta para la historia de Colombia el altísimo reconocimiento como colegial honorario de mi querido Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, por la generosa iniciativa de la honorable Consiliatura a la que tengo el honor de pertenecer y en cuya consagración se declaró a él mismo como el Colegial Número 16.
Son apenas unas pocas y breves remembranzas de ese hombre grande de Colombia que le hizo tanto bien a la sociedad y nos hizo tanto bien a quienes tuvimos la maravillosa oportunidad de conocerlo, de trabajar a su lado y de compartir con él invaluables momentos que son la base del propio desarrollo personal y profesional.
No es una coincidencia que mi última columna publicada en este medio fuera, hace ya largas semanas, una reflexión sobre el sentido profundo y verdadero de la responsabilidad… en medio de un momento de inmensa complejidad personal e institucional que deja, como todos esos grandes momentos, profundas enseñanzas sobre el sentido verdadero de la vida.
No es coincidencia tampoco que, por esas mismas fechas estuviera presente, como de costumbre, el consejo oportuno y la voz sabia de quien abusivamente he considerado mi maestro, mi mentor y mi amigo, don Belisario Betancur.
Pero en esta ocasión, el encuentro fue especial, no solo por la duración misma de la reunión sino también por la profundidad de la reflexión y el valor inconmensurable de las enseñanzas recibidas.
Sin saberlo, a pocos días de su inexorable viaje a la eternidad, mi maestro Betancur me entregó, como el buen maestro al buen discípulo, su última lección, aquel regalo quedará para siempre en mi mente y en mi corazón, una lección inolvidable sobre la naturaleza del poder y de la condición humana y de las grandes dificultades para comprensión del Poder, ese que se escribe con mayúsculas y que encuentra una de sus más exactas definiciones en Víctor Hugo cuando decía:
“No hay más que un poder: la conciencia al servicio de la justicia; no hay más que una gloria: el genio, el servicio de la verdad”.
De Belisario Betancur aprendí el significado del heroísmo, ese mismo “heroísmo discreto” al que se refiere Vargas Llosa, ese heroísmo que más que grandes y complejas batallas es el fruto de actos íntimos de valentía de conciencia, en esta sociedad inmersa en una profunda sombra de oscuridad y confusión sobre el comportamiento ético en todas sus dimensiones, especialmente aquellas vinculadas con el poder.
Descanse en paz, el mentor, el maestro, el consejero, el amigo… sus ideas, sus ejecutorias, pero sobre todo su ejemplo como ser humano, trascenderán en el tiempo y se convertirán en esa llama que pasa de mano en mano, de mente en mente y de generación en generación.
El alma de la Nación y la mía propia están de luto, pero mantendrán la esperanza que él mismo nos insistió tantas veces parafraseando a San Juan evangelista, el legado de Belisario Betancur seguirá acompañándonos “en espíritu y por tanto, en verdad”.